miércoles, 10 de diciembre de 2014

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C805 1CzD02 179   10 de diciembre de 2014

Frontal

© Jorge Claudio Morhain

¡Faaa! ¡Miren cómo pica! ¡Glorioso…!
Apenas oigo el ruido. La música, suave, invade todo el habitáculo. El GPS parece un videojuego, girando al compás del camino. El perfume a auto nuevo me embriaga.
¡Qué agilidad! ¡Cinco camiones,  y bing, ping, zum, paso y entro, paso y entro! ¡Esto es máquina!
Y miren el velocímetro. ¡Ciento ochenta!
¿Será cierto?
Sin embargo, la 4x4 aquella, negra, sigue adelante mío. Ja. Me vio por el retrovisor, y pisa el fierro.
Ahora va a ver cuando la pase…. ¡Así! ¡¿Qué tocás bocina, vos?! ¿¡Qué hacés luces?! ¿No ves que esto es una máquina, y que antes de que vos llegues yo ya pasé a la 4x4 y entré de nuevo…
Ahí voy. A veces me mando por la banquina, y la cara de los que quedan como palos, viéndome pasar. Me la imagino, claro, porque yo no puedo verlos.
¡Eh! ¡La 4 x 4 negra me pasó de nuevo! ¡Ese tiene guita, la máquina traga medio surtidor cada vez que me adelanta…!
Bueno, vamos a darle el gusto. Ahora, tres camiones al hilo y lo dejo pagando. Eso, eso, eso.
Pero, ¿de dónde salió ese boludo, ese otro camión? ¿Cómo se manda a pasar con lo justo, semejante mole? ¡Que se tire a la banquina! ¡Yo venía pasando normal!
¡Qué mole, mamita! ¡A un lado, a un lado!
Eso. Pasó. Pasé los camiones. Pasé la 4x4.
Paz. Qué silencio, mi máquina. Mirá el retrovisor. Se van alejando, como una manchita. Camiones, autos, la 4x4.
Y ahora adelante no hay nada. Solamente la ruta inmensa y larga y el paisaje que se va aplanando, aplanando, mientras acelero, feliz, solo, solo, solo. Ganador. Mirá qué máquina. Ni ruido hace.
Por el camino, que parece ir difumándose. Por el paisaje, que se hace más pampa que nunca, ya no se ve nada. Como si todo fuera niebla y luz. Y luz. Y luz.
¡Faaa, qué máquina!



martes, 9 de diciembre de 2014

C804 1CxD02 178

C804 1CxD02 178   9 de diciembre de 2014

Hueco

© Jorge Claudio Morhain

El último ataúd terminó rompiéndose, y hubo que sacar los pedazos de difunto en una bolsa de residuos, para llevarlos al osario.
Mientras el ayudante se llevaba los huesos, Franco, el sepulturero, limpiaba la tumba que al día siguiente recibiría un nuevo cadáver, indigente sin duda. Los que podían pagar iban al sector antiguo, donde había bóvedas y mausoleos.
Cuando rascaba el fondo se produjo el agujero. Un hueco limpio, donde la pala no encontró resistencia alguna. Franco maldijo por lo bajo y removió la tierra alrededor, para buscar la cueva  (él suponía que era la cueva de algún bicharraco, cuis, víbora, peludo, que había cavado el orificio).
Pero al caer la tierra el hueco se demostró más amplio. Mucho más amplio. A medida que la pala escarbaba iba apareciendo, nítida, una entrada. Una escalera. Una escalera hacia las profundidades. Franco asomó la cabeza por sobre la tumba, a ver si volvía su compañero. Nada. Pajaritos y viento. Y nubes oscuras, que robaban la luz.
Puteando de nuevo, encendió su linterna y miró el hueco.
Escaleras. Escaleras perfectas. Movió la pala y quitó la tierra de los escalones. Mampostería. ¿Mármol?  ¿Habría habido allí una bóveda subterránea, tapada luego con tierra?
Lo mejor hubiera sido dejar todo como estaba, y llamar al director del Cementerio. Eso pensó Franco más tarde, demasiado tarde. Porque en ese momento sólo se le ocurrió ampliar el hueco, y pisar aquella escalera.
Apenas la suela tocó el mármol (porque era mármol) Franco se resbaló: un musgo fino y viscoso, casi invisible, cubría los escalones. Costó muchísimo mantenerse en pie, y sólo pudo hacerlo saltando cuatro o cinco escalones a la vez. Por suerte, conservaba la linterna. Aunque quizás la suerte hubiera sido perderla.
La escalera continuaba, sin vérsele el fin, al menos dentro del reducido haz de luz. Con extrema precaución siguió descendiendo los resbalosos escalones. Una especie de brisa, cargada, húmeda, con olor (¿a qué iba a ser?) a cementerio, parecía brotar de lo profundo.
Entonces oyó la risa. Primero, parecía un roce (patas de rata, pensó) Luego, ya se hizo evidente que había una garganta. Riéndose.
En el haz de luz comenzó a perfilarse algo. Algo viscoso. Algo pulposo. Algo escamoso. Algo dotado de ventosas supurantes. Algo que avanzaba desde las profundidades. Y reía.
Franco trepó de rodillas, resbalando una y otra vez, hasta que sintió en su espalda los tentáculos, fríos, huecos, ácidos, quemantes.

Franco Chávez, el sepulturero, fue hallado por la mañana (el ayudante se había ido a su casa, luego de juntar aquellos huesos) Estaba acurrucado en el fondo de una tumba vieja, en el sector de indigentes. Aparentemente había resbalado al querer salir del pozo y había sufrido un infarto. Nadie pudo explicarse la hilera de chupones que cubrían su espalda, bajo la desgarrada camisa. Parecía una hilera de ventosas, como aquellas de vidrio que se usaban antaño.

El nuevo entierro estaba esperando, así que retiraron a Franco y alojaron al nuevo inquilino. En una rápida ceremonia llena de mocos y llanto, la tumba fue cubierta.

viernes, 5 de diciembre de 2014

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C803 1CxD02  177  5 de diciembre de 2014

Bachata del amor perdido

© Jorge Claudio Morhain

La puerta de vaivén se quedó oscilando. Como esperando.
La observé detrás de mi copa. Una y otra vez. Iba y volvía. A veces, se balanceaba tanto que pensaba que volvería. Pero creo que era el viento del mar, que trataba de engañarme. Ella había salido por esa puerta. Y nunca volvería.
Con un supremo esfuerzo me levanté de la silla, pagué mis copas, y me fui hasta la puerta vaivén. Ni siquiera terminé mi último trago. Estuve un buen rato, preguntándole a la puerta. Pero ella, esquiva, no me contestaba, sólo oscilaba. Cuando el patrón preguntó qué pasaba, le pedí permiso (a la puerta de vaivén) y la empujé hacia afuera. El sol me golpeó como una maza, y la arena se mecía como si fuera un mar, en oleadas, crestas y minúsculas dunas. Los pies de ella estaban aún ahí, lavados una y otra vez por el viento, pero notables todavía.
El viento quiso llevarme. El sol quiso devolverme al bar. Pero hice un esfuerzo, e, inclinado hacia adelante, apoyé mis torpes patas en las delicadas marcas de sus piececitos.
Uno. Otro. Otro más.
Me tambaleaba en la arena ardiente, hacia la playa, hacia el mar, pero no tanto como para encontrar la arena fresca de la restinga. Por el lado ardiente. Por el lado inclemente.
Seguí sus pasos, inclinado, impulsado como una piedra por la goma de la honda, mientras sus marcas se iban borrando cada vez más. Cuando llegué a las carpas ya casi no existían. Tampoco me hacían falta. Sabía dónde había ido. Ella.
Entre las carpas. Entre las lonas agitadas por el viento.
Ella estaba desnuda. Ya ni siquiera tenía la breve bikini del bar, ni el pareo. El guardavidas se estaba pajeando, frente a ella, babeando, esperando el momento del contacto.
No habría contacto.
Saqué la pistola, y le pegué cuatro tiros. A ella. A él, que se me vino encima, bastó con uno. Le regalé la pistola. Total, no podría usarla: ya estaba muerto.
Me salió una bachata, entre los labios. La bachata del amor perdido.
Me incliné mucho, y caminé hacia el mar. Entré en el agua, entré a las olas.
Ya saben, nunca aprendí a nadar.
Lo que lamentaba era el último trago, que no había terminado.





jueves, 4 de diciembre de 2014

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C802 1CxD02 176  El asalto  4 de diciembre de 2014

El asalto

© Jorge Claudio Morhain

Iba a ser un robo perfecto.
Pero Sonia, que viajaba con el grupo a Posadas, fue reconocida por una ex compañera. Sonia había sido azafata.
El golpe fracasó. No podíamos darlo sin Sonia. Y Sonia NO debía estar en Posadas. Sabíamos que, más temprano que tarde, la azafata la reconocería.
Eso me llevó a considerar el lado oculto de la realidad. Los mundos paralelos, simultáneos, las distintas dimensiones. ¿Qué es la realidad? La realidad ES la percepción humana, y, más aún, la percepción individual.
Toda una teoría, demostrada, aceptada… pongamos, “el agua aumenta de volumen al congelarse”, necesita un observador, alguien que comprenda de qué está hablando la teoría, que haya tocado el hielo y el agua, que acepte la teoría. Claro, hay teorías que se aceptan por convicción intelectual, como la teoría del Big Bang. ¿Pero qué pasa si basamos un robo en el hecho de que al congelar la cerradura llena de agua va a romperse por la dilatación? Habrá que tener una máquina para congelar el agua, el agua, la cerradura que acepte mantenerla, etc. Y que no se interrumpa la electricidad. Y para cada una de las personas involucradas en el robo, el asunto tendrá su propia perspectiva e importancia: no es lo mismo para el cerrajero que para el electricista. Y cada variable del problema crea una bifurcación, una dimensión distinta.
La realidad es así. Uno trabaja en un nivel superficial, ve las cosas por fuera, de la cara que se presenta a la vista o al entendimiento, bajo las circunstancias en que se la observa. Un poquito que se mueva el análisis de esa realidad y comenzará a desenrollarse, como un papiro sostenido por un escriba.
Para trabajar cotidianamente necesitamos la síntesis, el nivel superficial. Pero para planificar necesitamos conocer la mayor parte posible del papiro desenrollado.


Costó convencer al grupo que esas disquisiciones eran más que cháchara académica o elucubraciones filosóficas.
Pero cuando lo entendieron, cada uno tomó una parte del plan y lo estudió hasta las últimas consecuencias.
Y, entonces sí, el robo iba a ser perfecto.
La realidad iba a ser vencida.
Cometimos el asalto.
Creo que lo leyeron en todos los diarios y lo vieron en todos los canales. “El asalto del siglo”.
El robo perfecto. Ni un disparo, ni un arma siquiera. Los rehenes apoyándonos. La policía hablando con fantasmas hasta que ya no estuvimos. Glorioso. Nos dieron un premio; simbólico, porque entre delincuentes no circulan las identidades como para ser premiadas.
Pero luego vino el después. El después implicaba una realidad en constante variación, cambiante, actualizable a cada instante. ¿Cómo mantenerla controlada? ¿Cómo tener todo el papiro ente nuestros ojos?
Uno de nosotros no lo resistió. A cambio de un tratamiento especial, nos entregó.
Al menos a una parte de nosotros, al menos a una parte del botín.
Eso sí, seguiremos siendo héroes que vencieron a la realidad. A la realidad completa.

Y no es poca cosa.

miércoles, 3 de diciembre de 2014

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C801  1CxD02 175     3 de diciembre de 2014

El taxi de Fernández – La nena

© Jorge Claudio Morhain

Pleno mediodía. Calor agobiante, El pavimento hierve y su vapor estremece todas las cosas. El aire a full, Fernández siente el dolor de las gomas que van quedando, milímetro a milímetro, integradas a la ciudad.
Daba para una siesta. Sólo que Fernández recién había empezado el turno, y se regodeaba con la fresca que vendría al atardecer.
La nena levantó la mano.
Porque era una nena. Grandota, sí, de la altura de Fernández. Pero con esa incompletitud rozagante e inocente. Y prepotente. Y con su pollerita minúscula y su top generoso. Y con una mochilita con forma de oso de peluche.
– Llevame a GEBA, eh… Fernández (leyó la identificación a mi espalda)
– Okey.
Suspiró.
– ¡Ah…! ¡Qué lindo que está acá! ¿Me Puedo quedar a vivir?
– Cómo no. Si tu mamá te da permiso.
– Boludo.
– ¿Perdón?
– No dije nada, Fernández.
– ¿Siempre llamás a los taxistas por el nombre?
– Claro. Por si tengo que denunciarlo…
La mirada de la nena, por el retrovisor, no dejaba lugar a dudas.
Al rato, cuando tomaron una calle oscura, la nena volvió a suspirar.
– Tengo que cambiarme, Fernández.
– Cambiate.
– Pero no mires. No mires, Fernández.
Los pasajeros no saben del espejito extra, disimulado con la calcomanía del Gauchito Gil. Fernández bajó el retrovisor. Pero no al Gauchito.
Carajo con la nena.
Además de la pinta fatal que iba adquiriendo a medida que cambiaba la pollerita por el pantalón brillante y el top por una blusa entallada y más escotada que antes (no usaba corpiño) el tacho se llenó de perfume, un perfume que por sí solo embriagaba y enamoraba.
– ¿Cómo te llamás, nena?
– “Nena” no. Tengo otro nombre.
– Perdón, pero sos una nena… ¿Ya te cambiaste?
– Sí. Mirame y chiflá. Fernández.
Fernández levantó el espejito y, claro, silbó.
Ahora no era una nena. Era lo que se llama una “modelo top”. Lo que no quita que fuera una nena.
– ¿Te gusto?
– Claro. Pero estoy trabajando.
– ¿Y si no estuvieras trabajando qué?
– Nada. No me meto con menores.
– ¿Cuántos años me das?
– Dieciséis –, dijo Fernández luego de mirarla atentamente, quitarle el polvo y la pintura, cambiarle la ropa, y aún hacer un esfuerzo.
– Sabés que no, Fernández. Pero no importa. Estamos llegando.
De repente se encendieron todas las luces. De repente Fernández vio las camionetas de los canales, soportando las antenas. De repente los camarógrafos lo apuntaron, y los cronistas abalanzaron sus micrófonos.
La nena le alcanzó un billete y le dio un beso en la mejilla, estirándose por sobre el asiento.
– Chau, Fernández. Algún día nos encontraremos de nuevo.
– Chau, X… – Tímidamente, a Fernández le salió el nombre de la nena. El nombre famoso de la nena. Le salió casi automáticamente, cuando vio el frenesí de los “chimenteros de la farándula”, esa manga de idiotas que, bueno, se ganaban el mango igual que él se lo ganaba transportando nenas.
– Chau, X…
Volvió a repetir el nombre famoso, mientras se comían a la nena como gallinas empujándose por el maíz, brillando aún al sol de la siesta.
Sonaba lindo.


martes, 2 de diciembre de 2014

C800 1CxD02 174

C800 1CxD02 174  2 de diciembre de 2014

Ganimedes

© Jorge Claudio Morhain

Había cambiado de forma.
Se había achatado, como si le hubieran pasado una plancha. Como si, en un chiste, le hubieran pasado una plancha. Sus extremidades se habían alargado, cayendo a los lados de la cama, perforando las sábanas, ramificándose en excrecencias escamosas que iban perdiendo trozos plateados. Respiraba con un hondo resuello, como una vieja cámara de auto desinflándose del todo.
Además, estaba el líquido. El líquido espeso y correoso que empapaba el colchón y caía en goterones, ligeramente humeantes, acres, cargado de amoníacos.
Se iba disolviendo.
Pero no para desaparecer. Para transformarse. Para invadirlo todo.
Acorralado contra el rincón, sentí que los tentáculos me alcanzaban, me tanteaban como antenas de cucarachas, se colaban por las arrugas de mi piel, me lastimaban.
En lugar de desmayarme, en lugar de apagarme, aquel contracto exacerbaba mis sensaciones, y sentía miles de hormigas recorriendo y mordisqueando mi piel, y oía, y olía, y escuchaba más y más y más, hasta invadir mi mente con un martilleo profundo, un timbre agudo y poderoso como el sonido de mi despertador.
Desperté.
Sudaba.
Temblaba.
Estela dormía, roncando levemente, con tapones en los oídos y máscara sobre los ojos.
El sueño se repite, todas las mañanas.
He buscado en Internet, y di con un grupo de personas a las que les sucede lo mismo. Todas proceden de Ganimedes. Dicen. Obviamente, yo soy bien terrícola, así que no es mi caso.
Comencé a ir a un psicólogo, quien me dijo que eran fijaciones de la infancia, cuando leía cuentos de terror.  Me derivó a un psiquiatra, y éste me recetó ansiolíticos.
Ni siquiera compré los ansiolíticos. Y no fui más al psicólogo.
Intenté desentenderme del tema. Total, sólo eran sueños.
Pero de pronto surgió otro problema.
Pasó que mi mujer empezó a mirarme raro. Y finalmente me lo dijo.
Sueña que me disuelvo, dice. Y que me crecen ramas en las extremidades.