sábado, 29 de noviembre de 2014

C798 1CxD02 172   29 de noviembre de 2014

El taxi de Fernández – Leyenda urbana
© Jorge Claudio Morhain

No podía faltar. Noche oscura, viento patagónico, calles desoladas. Y la muchacha desabrigada que levanta la mano.
Fernández se detuvo, como corresponde.
– Buenas noches.
– Buenas noches. (Acento duro, alemán o polaco. O ucraniano. O rumano, ¿no?)
– ¿Tiempito, eh?
– Sí… (Se quitó el miserable saquito de hilo, como raído, y dejó al aire un top que gemía bajo el volumen de las tetas.
– ¿No está un poco desabrigada? Perdone, no…
– No tengo frío. Llevame a Flores. Balbastro, entre San Pedrito y Lafuente, ahí donde hace la curvita.
– ¿A los monobloks?
– No.
– Me imagino que no vivís en situación de calle…
– Vos dale.
– Ni en el cementerio de Flores… (eso lo pensó, no lo dijo: pero es una leyenda urbana el caso de la muerta que toma un taxi hasta su “casa”, en el camposanto…)
No era un viaje alentador. No era una zona agradable. Y era una noche de viento helado y luna ausente.
Fernández suspiró hondo, y se dedicó a manejar.
Una cosa resultó favorable: poco tránsito. Enseguida estuvieron tomando la curva de Balbastro.
– Balbastro, la curva. ¿Dónde…?
– Unos metros más, en el paredón.
– El paredón del cementerio.
– Ajá. Ahí está la entrada. ¿La ves?
Sí, Fernández la veía. Una entrada majestuosa, como de depto de lujo, con alero para coches, luces indirectas, jardín. Fernández frenó de golpe, sorprendido.
– Estacionate en el parking, bajo el alero.
– Pero… aquí había solamente un paredón… Y algunas carpas de indigentes.
– Sos poco Pro vos –, dijo la mina, y estiró unos billetes.
– No, dólares no acepto. Dame pesos.
– Uy, tengo que buscar adentro. Bajate, te invito un trago.
– Estoy trabajando, señora.
– Señora tu hermana –, contestó, y movió el culo hacia el interior de la casa. – Ya vengo.
Pero no vino.
Fernández esperó un tiempo prudencial. Después tocó la bocina. Una. Dos. Cinco veces. Después se bajó y caminó en torno al auto. Y después llamó a la puerta.
Apenas tocó la madera todo el edificio se plegó.  Las paredes se sumergieron en el piso, la medida total se achicó, y la puerta se abrió con un chirrido dejando ver la cripta en su interior. El tipo que estaba en la puerta no dejaba lugar a dudas. Ni por el aspecto ni por el olor.
Nunca supo Fernández cómo salió de allí. Unas roturas en el pantalón lo hacen sospechar que trepó el muro, cosa bastante imposible.
El taxi estaba en la vereda, y los pibes ya tenían dos tuercas flojas.
– ¡Rajen o los quemo! –, gritó, apuntando un arma imaginaria, que en la oscuridad podría parecer desde una 22 a una Itaka.
Salió arando, rumbo a las luces.
Mientras musitaba, como una letanía. “los zombis no existen… los zombis no existen…”

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