domingo, 7 de septiembre de 2014

C755 1CxD02-129

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El chateau

© Jorge Claudio Morhain

Las arcadas inmensas, oscuras, como ojos ciegos en las paredes gigantescas. Las columnas anchas como una habitación. Los vanos, los huecos, los portales y las supuestas puertas. Todo plateado de telarañas infinitas, acolchado de polvo de siglos, almohadillado de oscuridad.
En profundos nichos, se adivinan estatuas. ¿Santos? ¿Guerreros? ¿Monstruos? Imposible discernirlo. Del techo penden enormes candelabros, casi racimos, casi árboles invertidos, tan cooptados por los tejidos de arañas o de murciélagos.
El aire dulzón, penetrado de humedad, deriva a veces hacia lo putrefacto, hacia lo ominoso, fruto de alguna alimaña muerta o de restos de festines macabros.
En algún lugar brota una escalera, enorme, todo piedra. Allí se advierte que las proporciones del chateau (no llega a ser castillo y es más que mansión) está construida en proporciones superhumanas: el tamaño de los escalones y su propia altura dificulta el ascenso, cansa, agobia.
Trepando dificultosamente, empieza a aparecer la luz. Una luz extraña, violácea, filtrada por cristales ocultos o lucernas imposibles. La luz oculta formas impredecibles, agazapadas en los vanos, escurriéndose en los rincones, agitándose por el rabillo del ojo: si las miras de frente están inmóviles, son excrecencias de algún goteo, estalactitas deformes, intervenidas.
Se llega al cabo al salón en lo alto.
Allí, el lecho, el baldaquino casi derrumbado, el trono gigante, el viento de ninguna parte.
Y, aún sentado, acaso sonriente, acaso frenético, imposiblemente vivo, bufando por lo bajo, agitando su pecho, el monstruo.
El minotauro.


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