lunes, 1 de septiembre de 2014

C749 1CxD02-125



C749  1CxD02-125  (1º de septiembre de 2014)

El mejor amigo

© Jorge Claudio Morhain

Era un hombre tranquilo, pausado, metódico. Todo lo hacía bien, cuidadosamente, “como debe hacerse”, decía. Todo. Eso sí, todo. No tenía pruritos éticos, ni ideológicos, ni clasistas. Cuando hubo que conseguirse un carrito y salir a la calle a cartonear, al comienzo del siglo, lo hizo. Y cuando tuvo que tirar del carrito porque no había para mantener un matungo, lo hizo. Y cuando pintó para una moto, cambió el carrito por un remolque y siguió con su cirujeo. Para entonces el negocio había crecido, y tenía anexos, a veces inesperados.
Con el cambio de modelo económico, volvió a su antigua profesión de tornero calificado. Pero lo que había ganado con el cirujeo y anexos le sirvió para poner su propia fabriquita. Una pyme, digamos. Gran tipo. Y le fue bien. Le fue tan bien que dejó completamente el cartón y los anexos, y la motito terminó en manos de su hijo mayor, para joda, en un principio. Él manejaba un furgón enorme, con el que entregaba los pedidos.
Había habido problema con los anexos, le habían pedido que siguiese, pero no quiso. Otro país, otra vida, decía.
Lo conocí por entonces, a raíz de mi trabajo específico, y, tal como estaba planeado, nos hicimos amigos. Muy. Contribuí con buen vino a muchos asados  y la patrona amasó tallarines para mostrarme lo bien que le salían. Le enseñé a manejar al pendejo, para que supiera usar la moto, y hasta fuimos a pescar a la laguna de Chascomús, una vuelta.
Convencí al hijo que estudiara el industrial, y lo metí medio de prepo al taller, a medida que iba ganando confianza. También trabajé con la patrona, le enseñé a llevar el negocio. Uno nunca sabe, ¿vio?, le decía. Por ahí su marido tiene que viajar, y hay que atender a los proveedores. Ella, feliz, porque ahora todos le daban bola, incluido el marido.
En fin, casi un año después tenía a la familia encaminada, y a mis patrones impacientes. Impacientes, pero se la aguantaban, porque conocían mis métodos, y sabían que era infalible. Que no dejaba cabos sueltos ni sospechas. Yo siempre pasaba a ser el mejor amigo, el más golpeado, uno de los deudos.
Claro, a mí también me golpeaba, en serio, yo también sentía la falta de ese que se había convertido en mi amigo. Pero era parte del plan, parte del trabajo, la parte desagradable.
Qué lástima, tan buen tipo. Su único error fue dejar aquel reparto de anexos. Sabía demasiado, nombres, lugares, sabía todo sobre los anexos. Y por más que nunca lo hubiese mencionado, sabía. A mis patrones no les convenía que alguien que sabía anduviese suelto.
Eso sí, tuvo una muerte súbita, indolora. Se estrelló con la furgoneta, un día de niebla. Ya estaba muerto, y los muertos no manejan bien. No, no voy a contar cómo lo hice. Lo hice. Secreto profesional.
Uno podrá ser un sicario, pero eso no amerita que uno sea un hijo de puta. ¿No?

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