domingo, 17 de agosto de 2014

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1CxD02-112 17 de agosto de 2014

La niña

© Jorge Claudio Morhain

El relincho de su moro fue lo primero que lo alertó. Como si no hubiera estado profundamente dormido –que lo estaba– se irguió despacio, tratando de hacer el menor bulto posible, a la vez que aferraba el facón, que dormía listo bajo el recado que usaba a modo de almohada. El moro estaba maneado, y si rondaba un león tendría pocas chances de defenderse solo. Antes de terminar de levantarse,  la figura de la niña entró por el borde de su vista. Se congeló, parpadeando.
La niña –porque evidentemente era una joven, una muchacha de largos cabellos sueltos –Estaba sentada del otro lado del rescoldo, sobre el cráneo que había usado él mismo anoche, mientras churrasqueaba.
– Dios libre y guarde…– se dijo por lo bajo mientras hacía la señal de la cruz. Después se paró, facón en mano, oteando los alrededores, ausente de la presencia de la niña.
La luna creaba un paisaje frío y lejano, pero brillante y lleno. No, no había nada. Ahí estaba el moro, inquieto –no era para menos –, y nada más. Había acampado en la lomada, para tener una visión clara ante cualquier peligro. Como este.
Ahora miró a la niña. Ella le sonrió.
– Buenas noches –dijo.
– Buenas noches, niña.
– Discúlpeme por cortarle el sueño. –El hombre permanecía alerta, abiertas las piernas, echado a la espalda el poncho, el facón preparado.
– Siéntese, por favor. No hay peligro.
– ¿Con quién ha venido, niña? ¿Hay otra gente por áhi?
– No. He venido sola. Y repito: no hay peligro. Ningún peligro, se lo aseguro.
Domingo se quedó mirando los ojos claros de la chica, inmóvil, sentada en la osamenta de vaca.
– No soy una aparición. No soy la Telesita, ni la luz mala. Disculpe. No voy a hacerle daño…
Domingo guardó el puñal.
– No veo cómo podría hacerme daño –, dijo.
– Estoy estudiando su época, y acá se dieron las condiciones ideales para un transporte temporal: el vacío de casi todo es considerable. Sólo alteramos un poco la atmósfera y el magnetismo, pero no afectará en nada el futuro.
– ¿Será que sigo durmiendo, y sueño con usted, niña?
– No.
– ¿No?
– Vengo en representación de un enorme colectivo que está estudiando su época. Como le dije, se dieron las condiciones ideales para mi transporte por el tiempo y aquí estoy. No se imagina el enorme privilegio que ha significado para mí. No es fácil organizar estos contactos transtemporales.
– Ah…
– Usted está huyendo.
– ¿Huyendo?
– Tiene algunas muertes en su espalda, y la partida lo persigue. –Él se puso tenso.
– ¡¿Ánde están los otros?! ¿Por qué han mandado una mujer por delante?
– Siéntese. No hay otros. No todavía. Arreglamos el viaje para que fuese antes. Esta es una noche clara, ¿ve? Desconfíe cuando cambie la luna. Desconfíe de las noches oscuras. Y deje ese facón. Ni siquiera podría herirme.
Los nudillos del hombre se pusieron blancos en la empuñadura.
– ¿Sabe? Costó mucho encontrarlo. Para la mayoría, usted es un personaje literario, inexistente. Y en cierta manera es así. Su historia se ha hecho famosa, en base a una interpretación literaria de su verdadera historia. Esta.
– No le entiendo nada, niña. Usted habla en difícil. Y habla mucho, vea. No está bien que las mujeres hablen mucho.
Ella sonrió.
– No soy una mujer común, no crea. Y no soy una mujer de su tiempo, Martín.
El hombre se puso de pie, de un salto, estirada la derecha, aferrando el poncho con la izquierda, todo facón y amenaza.
– ¡Áhura es cuándo! ¡Usté sabe quién soy! ¡Usté trabaja pa la milicada! ¡Y por más mujer que sea, me tendá que decir qué mierda son estas intrigas, cómo ha llegado acá y ánde están los otros!
Ella se puso de pie, y avanzó un paso hacia el gaucho.
– No se imagina el placer inmenso que ha sido conocerlo, Martín. No se imagina…
El hombre se abalanzó hacia la muchacha, y ella ya no estaba. Rasgó el aire a golpes de facón, y ella ya no estaba.
Sudando, miró la luna y a su moro, que pateaba nervioso.
– Gracias, moro –dijo. –Vos sabés que fue cierto…
Ya no podría dormir. Juntó sus cosas, desmaneó su pingo, y se fue para el horizonte.
Unas pocas noches más tarde, sería sorprendido por la partida, y Martín Juárez, el fugitivo, ganaría los toldos, hombro con hombro con un desertor.
Martín Juárez, que, alguna vez, en alguna matera de estancia, para el lado de Ayacucho, contaría su historia, floreándola y adornándola.
Sin mencionar a la niña, es claro.


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