martes, 12 de agosto de 2014

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1CxD02-107 12 de agosto de 2014

Llanto

© Jorge Claudio Morhain


Lo peor es que se puso a llorar.
Un tipo que te empiece a pucherear y que, después, con ojos de ternero degollado, te llore y llore mansa y silenciosamente delante tuyo, te da mala espina. Por lo menos, es puto. Y uno no sabe si va a tirarse encima de uno, o si te va a pedir plata.
Yo agarré mi vaso y mi medio sándwich y me empecé a levantar, para no abochornarlo, para no meterme en lo que no me importa, para no hacer el papel de estúpido comiendo tranquilamente mientras el otro te llora.
Pero me puso la mano en el brazo, y me dijo “quédese…”
Y se siguió llorando, mirándome, los ojos licuados, los mocos chorreándole. Mastiqué un bocado, y tomé –del frasco– un trago de Coca.
“¿Quiere contarme algo…?”. Dije por fin, más incómodo que engripado en un velorio.
Esperé con la mandíbula quieta, respetando la confidencia que parecía venirse. Pero no vino. Y seguí comiendo. Yo tenía hambre, qué carajo, y apenas aflojara un poco el sol habría que seguir manejando.
“Es usted…”, dijo de repente.
“¿Mh…?”, contesté, ya sin mucho interés en sus lágrimas.
“Sí, usted”, repitió. “Y la culpa es mía. Solamente mía. Y usted lo sabe, y por eso viene a buscarme, y por eso…”
Ahí me levanté, porque mis peores presagios se cumplían: el tipo se me tiraba encima. No corporalmente, pero empezaba a pasarme un semi completo de culpa y de remordimiento que, carajo, no me iba a dejar tragar un bocado.
Me llevé el sándwich y la coca y salí afuera, al calor y al polvo y a la soledad. Di la vuelta al boliche buscando el lado de la sombra. Y ahí, sentados uno al lado de otro, comiendo cualquier cosa, tres colegas.
“Otro más”, dijo uno al verme. Me senté en un zócalo que hacía la pared, al lado del otro. “¿Se pone cargoso, eh?”
“Si”, dije, como dando por terminada la discusión.
“El tipo trabajaba en el parador, hacía los trabajos pesados. Manejaba un tractorcito, con el que acarreaba mercadería desde el pueblo y leña y esas cosas. Y un día, sin querer, mató a la acompañante de un camionero, que se había bajado a tomar algo. Parece que desde entonces lo busca para pedirle disculpas, para pedirle perdón, para que le alivie su culpa.”
“Ah”, dije.
“Eso sí, con vos se puso pesado, será que…”, el lenguaraz recibió un codazo, que lo hizo callarse. Me pareció que le cabeceaban hacia mí, para que el tipo viera que tenía la mejilla mojada. Yo.
“Ah, bueno…”, dijo, y se levantó, a caminar bajo el polvo.
No tendría que haber agarrado este viaje. Me trae malos recuerdos.
Y ya ven: ninguno de los muchachos se banca un tipo llorando.

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