jueves, 26 de junio de 2014

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Nombre de guerra
© Jorge Claudio Morhain


De chico, Roberto se tragó toda la serie de James Bond. Antes ya había trasegado la colección Rastros y Mr. Reeder. Así que, cuando llegó a la Universidad, de intrigas, espías y conspiraciones sabía un montón. O creía que sabía. La presencia de armas, de cacheos, de milicos disfrazados de milicos y de milicos disfrazados de estudiantes se hizo notoria. Y hubo que juntarse. Unirse contra los últimos, sobre todo, los botones de civil, los infiltrados. Por entonces, militancia significaba resistencia, contrarrevolución, izquierda seca y dura. Leyó “La sociedad organizada”. Leyó todo lo que encontró del Che. Leyó a Scalabrini y Jauretche, y después, y casi porque esos libros iban desapareciendo de las bibliotecas y librerías, Gramsci, Trotsky, y, claro, Marx. Y Mao. No todo lo que leía le parecía bien, y había cosas que no entendía y otras que fuera del contexto en que fueron escritas no tenían sentido. Pero había que leerlos, para saber de qué hablaban los compañeros en sus tenidas de bares oscuros y cines porno. Los cines porno estaban bien, no porque miraran la pantalla, cosa que pocas veces hacían, sino porque nadie iba a sospechar de un clandestino en un lugar donde todos eran clandestinos. Después iban a las villas, y ahí se podía hablar con más libertad, porque eran como tierra de nadie. Excepto por los infiltrados. Parece que fue por culpa de los infiltrados que empezaron a usar los “nombres de guerra”. “Cuanto menos sepamos de los demás, mejor”, decía el Pelado, que siempre llevaba la voz cantante. En realidad no era pelado, sino frentón, pero “pelado” era un buen nombre de guerra. Roberto pasó a llamarse Esteban, porque “Ernesto” era demasiado solicitado. Pronto aparecieron representantes de las Orgas, más o menos herméticas, más o menos armadas. Esteban (ex Roberto) se convirtió en un cuadro de montoneros, un cuadro de servicios, para las tareas más livianas, lejos de los fierros, que le daban cosa. Ya salía con Hilde, ya habían hecho planes y mirado clasificados de departamentos y muebles. Pero entonces, entonces llegó el golpe. El golpe que revoloteaba por sobre sus cabezas, desde que el Viejo se pasó a la derecha, desde que los echó de la Plaza, después de todo lo que hicieron para su vuelta, después de todos los compañeros que dieron  de verdad la vida por Perón. Y el asunto de los infiltrados se volvió una peste. No, él nunca le dijo a Hilde en lo que andaba. Era otra premisa de las Orgas: secreto absoluto, hasta con los más íntimos. Así que no supo qué explicarle cuando pasó a la clandestinidad, y un día estaba acá y al otro en Rosario, y después Bahía Blanca, y una semana tenía bigote y la otra barba, o era rubio. Le dijo que no la amaba. Que se había terminado la magia, que mejor pararan y que ya no se vieran. Como si a Hilde le estuviera pasando lo mismo (mejor dicho, como si a Hilde le estuviese pasando eso que él mentía) no hizo escándalo. Ni lloró. No se vieron más. En los meses siguientes, los compañeros cayeron a montones. Desaparecían. Y los cuadros sabían qué pasaba con los desaparecidos, la infinita crueldad de los chupaderos, lo poco que se podía resistir la tortura, los héroes que callaron hasta la muerte. Los infiltrados, o los cagones, señalaban gente sin asco. Se decía que había una tal Rosa que los conocía a todos, que había estado en la facultad con muchos y que, poco a poco los iba señalando. Rosa, sin duda, era un nombre de guerra. Decían que había sido un cuadro importante, bajo otro nombre de guerra, y que la habían ablandado a fuerza de picana y violaciones, y que ahora lanzaba. Lanzaba todo. Por primera vez desde el comienzo de su militancia, Esteban (Roberto) tuvo miedo. No sabía por qué. Pero sentía un ojo en su nuca, siempre. Hasta que un día pasó. Una calle demasiado silenciosa, demasiado guardada, un Falcon verde, quemando las gomas, se sube a la vereda, le corta el paso, antes de que Esteban pueda siquiera empezar a correr. Bajan dos roperos y uno le pega una patada en los testículos. El otro le levanta la cabeza de los pelos, para que alguien, dentro del auto, le vea la cara. "¿Quién es este, Rosa?", ladra. En el auto se oye, extrañamente, un gemido. Y una voz de mujer dice "Roberto... Nombre de guerra... Esteban..." Es lo último que Esteban (Roberto) oye en su vida. La cápsula de cianuro se ha disuelto en su boca, y se va con la voz de Hilde resonando en su cabeza. Se va demasiado pronto para sentir odio, o reproche. O amor.

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