sábado, 28 de junio de 2014

1CxD02-069

1CxD02-069 28 de junio de 2014
UNA DE FÓBAL
(c) Jorge Claudio Morhain

- Eso me trae a la memoria al Tuerto Gil. ¡Qué jugador, carajo!
- Hasta que se quedó tuerto, por aquel planchazo del Zurdo Cuello...
- ¿Cómo fue? - El que preguntaba era Tití Larrosa, que era nuevo en el pueblo. Bueno, nuevo... llevaba como diez años con la ferretería, pero nunca había visto jugar al Tuerto. Además, cada vez que salía la conversación, alguien contaba la anécdota, con algunas variantes o aditamentos que contribuían a la polémica. Es que si no había polémica, la tarde se caía sola, entre ginebras y gaseosas.
- Jugaban la Estrella Celeste con Unidos del Río, dos equipazos de la época, y estaban definiendo un campeonato zonal que había tenido de todo: tiros, patadas y bancazos. Gil -que todavía no era tuerto- jugaba de volante por la izquierda y tenía la pelota pegada a los botines, porque había que ver cómo gambeteaba Gil. El Zurdo, que era cabrón y alevoso, quiso parar la pelota cuando la revoleaba con la cabeza y ¡pah! le dio un planchazo en toda cara que lo tiró redondo. El referí se vino al humo, pero no alcanzó a parar la jugada, porque Gil era fuerte como un toro -era hachero del monte- y se levantó cabeceando, como si nada. Falta en ataque, dijeron los mirones, y Gil siguió pegado a la pelota, aunque le sangraba la ceja por sobre el ojo izquierdo. Y entonces empezó una función increíble. Gambeta, túnel,  sombrerito, taquito atrás mientas amagaba adelante, pique corto y llevarla pegada a la cabeza, dejarla caer y enredarse otra vez contra los que se le ponían enfrente. Quién sabe cuánto duró todo ese recorrido, algunos dicen que veinte días, o dos meses, pero la verdad que eso parecía, porque Gil cruzaba la cancha como un rayo, corriendo de banda a banda con un montón de gente pegado atrás y otro montón queriendo pararlo, adelante. Se encontró con un muro infernal delante del arco, y se dio media vuelta y los obligó a correrlo y entonces giró otra  vez y arremetió de nuevo y gambeteó al arquero y pateó y... la bola entró como esas cosas que nunca se alcanzan, perfecta, limpia, en el ángulo interior izquierdo. Y Gil, que ya tenía el párpado caído, se dio vuelta haciendo la palomita y tirándose al césped ni que fuera pingüino y levantándose como un muñeco para hacer un doble roll, y mirar a la tribuna, abriendo los brazos, todo sonrisa,  alegre. Entonces vio, con su ojo derecho, que de la tribuna lo ovacionaban,  porque estaban sobre la hora y ese gol definía el partido. Lo ovacionaba la tribuna de la Estrella Celeste....
- ¿Y...? - dijo Tití, mordiéndose las uñas, el cuerpo tirado hacia adelante, como si estuviera frente al campo de juego. - ¿Y...?
- Ah, -dijo el contador, luego de mirarlo raro. - Cierto que vos sos nuevo. Y que nunca oíste el cuento.
- Soy nuevo, pero ¿qué pasó? ¿El Estrella Azul ganó el campeonato?

- Claro. Ganó el campeonato, Tití. Pero Gil... era de Unidos del Río.

viernes, 27 de junio de 2014

1CxD02-068

1CxD02-068 - 27 de junio de 2014
2002
(c) Jorge Claudio Morhain

La gota caía lentamente, como si buscase su camino entre el mundo de arrugas que fruncían su cara. Cada tanto, el paso rápido del pañuelo arrugado cortaba su camino, pero volvía, insidiosa, molesta. Otras veces llegaba hasta la punta de la nariz, o hasta el extremo del mentón, y caía al suelo, dejando una leve marca en la cerámica gris del pasillo. Quizás hacía calor. El hombre no lo sabía. Él sudaba por otra cosa. Por lo mismo que sentía restregarse las tripas, apretarse los músculos, acentuando esa espantosa sensación de hambre. Justificada, por otra parte. No miraba el reloj. El peso del tiempo se desmoronaba sobre su cabeza, sin remedio, y ya no sabía, ya ni siquiera lo calculaba, si hacía, horas, días o meses que esperaba. A veces no soportaba la opresión de sus nalgas y se ponía de pie, junto al banco de listones de madera, y entonces todo el peso de todo caía sobre él, clavándolo, atornillándolo, en la espera eterna.
Alguna vez, quién sabe cuándo, se abrió la puerta de vidrios esmerilados y pegatinas de cinta y surgió un aroma a desodorante y a tabaco, y al perfume de la muchacha que miró el pasillo, hacia uno y otro lado, pero sólo estaba él.
- Lo siento, señor. Por hoy no hay más pedidos de trabajo. Vuelva mañana -, dijo.
El hombre se fue incorporando, como si fuera levantando con esfuerzo cada pie, cada pierna, cada miembro de su cuerpo, y dejó que la cabeza saludara con una inclinación, e inclinó todo su ser para que el impulso lo llevaba hacia adelante, hacia el afuera, hacia su casa, a su mujer, a sus chicos. Al hambre.

Era 2002, en el sur del mundo. Y él, un desocupado.

jueves, 26 de junio de 2014

1CxD02-067

1CxD02-067
Nombre de guerra
© Jorge Claudio Morhain


De chico, Roberto se tragó toda la serie de James Bond. Antes ya había trasegado la colección Rastros y Mr. Reeder. Así que, cuando llegó a la Universidad, de intrigas, espías y conspiraciones sabía un montón. O creía que sabía. La presencia de armas, de cacheos, de milicos disfrazados de milicos y de milicos disfrazados de estudiantes se hizo notoria. Y hubo que juntarse. Unirse contra los últimos, sobre todo, los botones de civil, los infiltrados. Por entonces, militancia significaba resistencia, contrarrevolución, izquierda seca y dura. Leyó “La sociedad organizada”. Leyó todo lo que encontró del Che. Leyó a Scalabrini y Jauretche, y después, y casi porque esos libros iban desapareciendo de las bibliotecas y librerías, Gramsci, Trotsky, y, claro, Marx. Y Mao. No todo lo que leía le parecía bien, y había cosas que no entendía y otras que fuera del contexto en que fueron escritas no tenían sentido. Pero había que leerlos, para saber de qué hablaban los compañeros en sus tenidas de bares oscuros y cines porno. Los cines porno estaban bien, no porque miraran la pantalla, cosa que pocas veces hacían, sino porque nadie iba a sospechar de un clandestino en un lugar donde todos eran clandestinos. Después iban a las villas, y ahí se podía hablar con más libertad, porque eran como tierra de nadie. Excepto por los infiltrados. Parece que fue por culpa de los infiltrados que empezaron a usar los “nombres de guerra”. “Cuanto menos sepamos de los demás, mejor”, decía el Pelado, que siempre llevaba la voz cantante. En realidad no era pelado, sino frentón, pero “pelado” era un buen nombre de guerra. Roberto pasó a llamarse Esteban, porque “Ernesto” era demasiado solicitado. Pronto aparecieron representantes de las Orgas, más o menos herméticas, más o menos armadas. Esteban (ex Roberto) se convirtió en un cuadro de montoneros, un cuadro de servicios, para las tareas más livianas, lejos de los fierros, que le daban cosa. Ya salía con Hilde, ya habían hecho planes y mirado clasificados de departamentos y muebles. Pero entonces, entonces llegó el golpe. El golpe que revoloteaba por sobre sus cabezas, desde que el Viejo se pasó a la derecha, desde que los echó de la Plaza, después de todo lo que hicieron para su vuelta, después de todos los compañeros que dieron  de verdad la vida por Perón. Y el asunto de los infiltrados se volvió una peste. No, él nunca le dijo a Hilde en lo que andaba. Era otra premisa de las Orgas: secreto absoluto, hasta con los más íntimos. Así que no supo qué explicarle cuando pasó a la clandestinidad, y un día estaba acá y al otro en Rosario, y después Bahía Blanca, y una semana tenía bigote y la otra barba, o era rubio. Le dijo que no la amaba. Que se había terminado la magia, que mejor pararan y que ya no se vieran. Como si a Hilde le estuviera pasando lo mismo (mejor dicho, como si a Hilde le estuviese pasando eso que él mentía) no hizo escándalo. Ni lloró. No se vieron más. En los meses siguientes, los compañeros cayeron a montones. Desaparecían. Y los cuadros sabían qué pasaba con los desaparecidos, la infinita crueldad de los chupaderos, lo poco que se podía resistir la tortura, los héroes que callaron hasta la muerte. Los infiltrados, o los cagones, señalaban gente sin asco. Se decía que había una tal Rosa que los conocía a todos, que había estado en la facultad con muchos y que, poco a poco los iba señalando. Rosa, sin duda, era un nombre de guerra. Decían que había sido un cuadro importante, bajo otro nombre de guerra, y que la habían ablandado a fuerza de picana y violaciones, y que ahora lanzaba. Lanzaba todo. Por primera vez desde el comienzo de su militancia, Esteban (Roberto) tuvo miedo. No sabía por qué. Pero sentía un ojo en su nuca, siempre. Hasta que un día pasó. Una calle demasiado silenciosa, demasiado guardada, un Falcon verde, quemando las gomas, se sube a la vereda, le corta el paso, antes de que Esteban pueda siquiera empezar a correr. Bajan dos roperos y uno le pega una patada en los testículos. El otro le levanta la cabeza de los pelos, para que alguien, dentro del auto, le vea la cara. "¿Quién es este, Rosa?", ladra. En el auto se oye, extrañamente, un gemido. Y una voz de mujer dice "Roberto... Nombre de guerra... Esteban..." Es lo último que Esteban (Roberto) oye en su vida. La cápsula de cianuro se ha disuelto en su boca, y se va con la voz de Hilde resonando en su cabeza. Se va demasiado pronto para sentir odio, o reproche. O amor.

miércoles, 25 de junio de 2014

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1CVxD02-067 25 de junio de 2014

Sobredosis

© Jorge Claudio Morhain

Recostado en la camilla, miraba el cielorraso, muy alto, y veía un minúsculo colgajo, cerca de los tubos fluorescentes, donde una araña se dedicaba a deglutir un bicho demasiado pequeño para distinguirlo desde aquí abajo. Había dejado de dolerme. Sin duda la anestesia surtía efecto. Sonaba una suave música en algún lado. Una leve canción, que hablaba de soledades y hoteles junto al mar, y que me atrapaba con dedos de hierro para sacarme de allí, para llevarme lejos, entre las montañas, donde una muchacha de cabellos rojos y ojos brillantes y labios entreabiertos me decía adiós, y no la vi más, como decía otra canción. Ni  a sus ojos de gata. Vagaba navegando hacia atrás en el tiempo. El viaje en el tiempo existe, sabéis, uno puede estar de nuevo allí, sufrir de nuevo allí, y si algo puede llamarse karma es lo pasado, porque es vida vivida y es inalterable. Se puede revivir el pasado, sobre todo cuando uno está así, dormido a la fuerza sobre una camilla. Se puede revivir, pero no modificar. Se puede sufrir una y otra vez, hasta que el propio cerebro va borrando lo triste y te queda lo alegre, si hubo alegría, o apenas la nostalgia. La nostalgia feroz por aquello que nunca jamás sucedió. Entonces entran las voces, y uno cree que es la pelirroja que vuelve a halarte pero es la enfermera que habla con alguien que huele a Gitanes y un dejo de alcohol. “¿Sobredosis? ¿De nuevo?”, dice el fumador. “Sobredosis. De muchas cosas, doctor. De alcohol, sin duda. No parece haber otra droga, pero eso es bastante. Y sobredosis de trabajo, tal vez…”, dice la pelirroja, y lo dice fuera de mí y dentro de mí, y tengo ganas de contestarle: “y sobredosis de amor, y sobredosis de poesía… y sobredosis de vida, chavala…”. Pero la anestesia me pone pastosa la boca o acaso no haya derramado aún todo el veneno que me bebí antes de caer aquí. Y ahora habla el fumador y dice: “Tenga cuidado, que nadie se entere de que está aquí, señorita. La prensa lo haría pedazos si pudiera sacarle una foto en este estado.  Y saque sus discos de la música funcional: no creo que lo mejoren”. Tío pacato, chulo. Anda a saber tú lo que me mejora. Ahora, en el silencio, mejor cerrar ya la fuente de los recuerdos, y dejarse ir. Como una barca a la deriva.


martes, 24 de junio de 2014

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1CxD02-066 24 de junio de 2014
Tiempo lindo
(c) Jorge Claudio Morhain

Como siempre, el profesor Maximiliano Urbino se durmió. Como siempre, salió corriendo de su casa, con un sorbo de café a medio tragar, la corbata sin anudar, los cordones de los zapatos sueltos y el portafolios atrapando algunos papeles con el cierre. Se olvidaba la netbook, pero recién lo iba advertir más tarde, y no hace a la historia. Corrió hasta la calle Díaz Vélez y casi tropieza con el empedrado, y casi lo atropella una chata tirada por dos percherones, y casi lo persigue una de las vacas del tambo de la calle Esnaola. Por suerte el boyero las empujó para el lado del Parque Centenario. En medio de la calzada estaba la dársena, que como al pasar le pareció al profesor Maxi muy baja, porque las de Metrobús están a la altura del micro, pero estaba demasiado ocupado tratando de no olvidarse la solución genial al teorema de Fermi, con la que había soñado. Llamó al Laboratorio, con el celular, pero el aparato estaba mudo. Con un traqueteo y un chirrido metálico, llegó el tranvía y Maxi subió, buscando donde apoyar la tarjeta SUBE, pero el guarda (había un guarda) lo miró con cara rara y le dijo “pase, señor, pase”. “Qué amable funcionario”, pensó el profesor, mientras se agarraba de la manija de un sillón de madera, y volvía a marcar el número del laboratorio. Una joven apareció detrás suyo, con un top y una minifalda (porque aunque era temprano hacía calor): Maxi pensó en un rinconcito de su ocupada mente que debió haber subido en su parada y que no la había visto, pero enseguida corrió la distracción como a un mueble, para seguir pensando en el teorema. De todos modos, el resto de los pasajeros –casi todos hombres- del tranvía la miraban y silbaban por todo lo que él no hacía. Alguna señora de pollera larga y sombrero se cubrió la vista con un abanico, como si la joven estuviera desnuda. No había caso: el laboratorio no contestaba. Pero no era el laboratorio. El celular estaba como muerto. Y la chica le estaba sonriendo. “No hay señal”, dijo él. Ella sonrió. Maxi se volvió al hombre parado del otro lado y le dijo: “Mi celular no tiene señal. Perdón, ¿el suyo funciona?” El hombre lo miró un momento y contestó: “¿Qué es eso? No sé de qué me habla. No moleste, che.” La chica sonriente puso una mano en el brazo de Maxi. “Déjelo, profesor Urbino. Venga conmigo, por favor.” Maxi iba a decirle “¿con usted?”, “¿por qué?”, y ”¿nos conocemos?” Pero el teorema de Fermi se atravesó en el camino y dejó que ella le tomara la mano (“qué mano cáli… no, el teorema, el teorema”) y lo bajara en la siguiente parada, y lo invitara a subir a un Hispano-Suiza  reluciente, que llamó la atención de Maximiliano que empezó a decir “¿De dónde…?”, pero no sólo porque se cruzó el teorema, sino porque la joven lo empujó adentro, no muy delicadamente que digamos. Maxi se empezó a preocupar. “¿Qué esto? ¿Un secuestro? No tengo nada que les sirva”, balbuceó. “Te equivocás, Maxi", dijo la muchacha. "Tenés tu invento, que ha dado resultado..." El teorema, el teorema... "¿Me escuchaste?", insistió la chica. No, Maxi no escuchaba. Había cerrado ojos y oídos al mundo, y sólo recordaba el sueño, un y otra vez. "¿Le pasa algo?", preguntó el chofer, que manejaba con el volante del lado derecho, e iba por el lado izquierdo de la avenida. "No, está pensando. Siempre es así". El auto cruzó la ciudad terminó en San Telmo. Frente a un bar. Un bar llamado "El Espiante". "¿Un bar?", preguntó Maxi cuando ella lo obligó a bajarse. "Perdón, no frecuento los bares". Pero sin embargo había algo familiar en él. Como si ya hubiese estado. "¿Y qué inventé yo?": se acordó de lo que había dicho ella. "Me llamo Eva. Y seré tu esposa. Vos inventaste el túnel de positrones que funciona dentro de una ampolla de radio. ¿Te acordás...?" "No, me acuerdo de la solución del teorema de Fermi", creyó contestar el profesor, pero en realidad no dijo nada. Entre su futura esposa y el chofer lo llevaron hasta el bar, y lo empujaron dentro.. Hubo un chisporroteo al cruzar el umbral, como cuando una lámpara insecticida atrapa una mosca. Y, apenas entró, Maximiliano Urbino se acordó de todo. Cómo había dado con este bar. Cómo había conocido a su patrón, en el cuarto al fondo del reservado. Se mandó directamente hacia allá, porque sabía (ahora) lo que estaba pasando. Ahí estaba el dueño, todo tiznado, tratando de separar los cables que se estaban uniendo por el chisporroteo infernal. El olor a azufre era insoportable. El dueño lo miró de reojo y dijo "¡Ah, llegaste...!" "Sí, llegué", respondió Urbino, y se precipitó a la mesa de lámparas, algunas de las cuales habían estallado y otras relampagueaban con todos los colores. Sacó del bolsillo un chip, montado sobre cuatro patas de conexión, que más bien parecía una araña. La electricidad le dio un golpe cuando estiró los brazos hasta el centro de la mesa, pero no hizo caso. Retiró una enorme válvula quemada, y en su lugar metió las patas del chip y apretó con fuerza, y... el mundo cambió.
El circuiterío rumoroso seguía estando allí, las válvulas seguían encendiéndose y apagándose, sólo que ahora a compás, y hasta el olor menguaba. "Lo conseguiste, pibe": el patrón le palmeó la espalda, dejándole una mancha de hollín. "¿Qué es eso que metiste?" "Un chip", dijo Maxi. No, es inútil que te explique ahora, pero viene a ser como cinco millones de válvulas todas juntas. Ahora la máquina está estabilizada, y el fluir espaciotemporal se acomodó. El Espiante sigue aquí, y si cruzo la puerta estaré en mi época." "Menos mal", dijo el patrón. "Perdimos a un cliente peleando en el circo romano, y otro se fue tras una Nehanderthal..." Maximiliano Urbino sonrió. "Y ahora me voy, patrón. Afuera me espera mi señora..:" "Suerte, campeón", dijo el patrón; "y no te olvides: el tiempo es una cosa eléctrica, pibe. Frisk. Chrisk. Saltan chispas de tiempo por todos lados. Como la estática en una tarde de verano." "Eso lo oí en otra parte", dijo Maximiliano, y cruzó el reservado, el salón, abanicó la mano hacia los parroquianos, y cruzó el umbral, que volvió a chisporrotear.
Su señora estaba afuera. Aquella chica hermosa de minifalda y top, un poco más grandecita, pero hermosa. Lo recibió con un beso. "Por suerte volviste, Maxi", dijo, y lo besó. "Sí, lástima..." "¿Lástima...?" "En mi último sueño había resuelto el teorema de Fermi... porque en esta época ya lo resolvieron, y yo sabía como..."

El Bar El Espiante sigue estando allí. Sólo hay que encontrarlo.

lunes, 23 de junio de 2014

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1CxD02-065 23 de junio de 2014
Red de mar
© Jorge Claudio Morhain
El mar estaba picado. Las olas castigaban al “Dolce Amore” como pocas veces. Este asunto del cambio climático estaba haciéndonos difícil la vida a los pescadores. Pero el cascajo se la aguantaba. En el timón, yo sentía los golpes y los empujones, y como quien maneja un auto por un camino poceado, sabía cómo corregir levemente el rumbo para que los bandazos fueran soportados con mejor talante.
- ¡Eh, Pancho! ¿Estás soñando con angelitos? ¡Vamos a perder una red!
- ¡Carajo!
Corregí el rumbo, girando el timón con fuerza. ¿En qué estaba pensando? Ah, en que hacía eso automáticamente, como si fuera parte de mi, mientras arrastrábamos la red, barriendo el fondo y juntando todo lo que podíamos – después los muchacho devolverían lo inútil al mar; o al menos la mayor parte. Pero no lo estaba haciendo automáticamente. Estaba, precisamente, pensando en los angelitos. O en la Angelita. Y el pensamiento de la Angelita era más fuerte que el sentimiento del timonel, de esa comunión con el barco que necesita un timonel de pesquero.
- Guarda con el Pancho. Está distraído, hoy, y puede meter la pata.
- Y… no es para menos…
El viento me trajo la charla de cubierta, mientras cuidaban las redes con largas pértigas.
- Sí, mejor no pensar en Angelita, y hacer mi trabajo.
Lo peor de todo es que me enteré por mi hijo. Carlos trabaja en el “Sureño”, y no nos vemos mucho. Él tiene su propia familia. Pero ayer nos encontramos en el muelle. Parecía casualidad. Capaz que no.
- ¿Tomamos una grapa, viejo?
- Creí que lo tuyo era el tequila.
- Bueno, pero hay que respetar a los mayores, ¿no?
Le tiré un cross, que esquivó riéndose.
A la tercer copita se puso serio.
- ¿Vos no sabés nada, cierto, viejo?
- ¿Qué? ¿Otro nieto?
- No –agachó la cabeza. – Es la vieja.
Me agarró el corazón, alguna mano invisible.
- ¿Está enferma y no me lo dice? – siempre sospeché que podría pasar eso.
- No. Se te va.
- ¿Se va…? ¿A dónde…? ¿A Buenos Aires, a ver a la madre?
- No, viejo. Se te va… Con un tipo. Con un amante.
La mano invisible apretó con más fuerza. Se me hizo de noche, y tuve que vaciar la grapa.
- ¿Qué decís, Carlitos? ¿Me estás cargando, hijo? Me estás jodiendo el bobo…
- Todos lo saben, viejo. Todos te miran de reojo, y tenía miedo que alguno te cargase. Yo creo que la gente te respeta demasiado, por eso nadie te lo dice. Pensé que lo mejor era que yo…
No sé, lo agarré por la solapa, por sobre la mesa. Me dieron ganas de fajarlo, como cuando era chico, como cuando embarazó a la que ahora es mi nuera.
- Pegue, viejo, si eso le hace bien… -me dijo.
Y, qué mierda, me puse a llorar como un boludo, y el pibe -¡mi hijo! – me acariciaba la cabeza.
- A lo mejor debía decírtelo antes, viejo. Hace años que ese tipo ronda la casa. Yo me apuré a mudarme más por eso. Vos salís al mar, y entra el pelotudo ese.
- ¡¿Quién?! ¡Decime quién!
- No. No me lo pidas, viejo. No te lo voy a decir. No quiero tener a mi viejo en la cárcel.
Eso me hizo llorar un poco más. El pibe me cuidaba. ¡Mi hijo!
- Y mañana se pianta. Cuando salgas al mar, se va con el tipo. No sé donde, pero creo que al sur -, siguió.
“No vale la pena”. “Dejala, ya va a caer con el caballo cansado y entonces va a saber lo que es bueno”. Creo que pensé todas esas cosas. Pero no dije ninguna. Apoyé la cabeza en el brazo, y me quedé pensando. Nunca había recibido semejante sacudón en la vida. O tal vez cuando se hundió el “Florinda”, y no pudimos rescatar a la mitad de los compañeros, y pareció que la empresa cerraba y quedábamos en la calle.
Cuando llegué a la casa, ella me había dejado la comida en la mesa, y se había acostado. Era normal. Algunos días yo volvía muy tarde, y entendía que ella se había deslomado en la casa, y estaba cansada. Pero quién sabe, a lo mejor no era por eso. No importa. Anoche, lo único que quería era dormir, mezclar la realidad con los sueños y despertarme pensando que todo había sido una pesadilla. Y cuando me despertó con un mate y sentí el olor a café con leche caliente pensé que era cierto, que todo era una pesadilla, que a lo mejor tomé mucho y me inventé lo de mi hijo. Sí, seguro, yo la miraba a la cara y ella me sonreía, como siempre. Me sonreía, como siempre. Me alcanzaba la ropa de agua, como  siempre. Me despedía con un beso, como siempre. Sí, seguro que…
- ¡¡¡PANCHO!!!  ¡¡¿QUÉ HACÉS, BOLUDO?!!
Los muchachos estaban gritando, y la barca se escoraba peligrosamente, y todos venían corriendo a la cabina, y me empujaban y yo me caía a un costado y se tiraban sobre el timón y lo daban vuelta, vuelta, hasta que el “Dolce Amore” se estabilizaba, y uno gritaba que perdimos una red, y el capitán me miró con toda la rabia del mundo y me gritó.
- ¡¡Pero cómo podés ser tan boludo, cornudo de mierda!!
Y eso no lo soporté. Me tiré encima de él, salimos por la puerta, despedidos, caímos en cubierta, y yo le daba y le daba hasta que me parece que alguno me pegó con la pértiga y entre todos me tiraron al suelo y ligué unos cuantos puñetazos hasta que el capitán dijo:
- Basta, che. Dejenló, que está enfermo. Está enfermo. Eso díganle al patrón: que está enfermo, y que se desmayó. ¡¿Me oyeron todos?!
Los muchachos gritaron todos que sí, que estaban conmigo, y me metieron en el camarote y me pidieron que me quedaran tranquilo, y, mientras se iban, uno dijo “pobre tipo”, y por suerte estaba solo, porque volví a llorar como un boludo.
No sé cómo, casi de noche, llegué a mi casa, y entré, medio como dormido (y no había tomado) y llamaba: “Angelita”, “Angelita”.

Pero no me contestó nadie.

domingo, 22 de junio de 2014

1CxD02.064

1CxD02-064 22 de junio de 2014
Escritor
(c) Jorge Claudio Morhain

No quiero bajar la cabeza. No quiero mirar mis manos. Siento el ruido de la lapicera sobre el papel, alcanzo a ver de reojo hojas y hojas escritas. No quiero mirarlas. No quiero bajar la vista, pero lo hago. En mi cuerpo, alguien está escribiendo todos esos cuentos y poesías y novelas y panfletos. Lo hago. Y ahora que he bajado la cabeza lo veo nítidamente. En mi cuerpo, alguien está escribiendo velozmente con mi mano izquierda. Y yo soy diestro.

sábado, 21 de junio de 2014

1CxD02-063

1CxD02-063

¿Por qué me dejaste...?

(c) Jorge Claudio Morhain

Cuando me dejaste, lloré mucho. Lloré de bronca, lloré de angustia. pero sobre todo lloré de miedo. Mucho miedo. Mucho. Nunca me había quedado sola en un lugar extraño. De hecho, no sabía qué hacer. Sólo lloré, lloré, lloré. Después comencé a caminar por el borde de la ruta. Pasaban autos que me asustaban, pero finalmente ni los veía. Tenía hambre, sueño, cansancio. Y nostalgia. Angustia y nostalgia.
Llegué al poblado. Un lugar desconocido. Tuve más miedo aún, y caminé por el borde de las paredes. ¿Dónde ir? Alguna puerta se abrió, pero estaba cayendo la noche, y no esperaba hospitalidad fácil. Luego, se abrió un portón y salió un muchacho, hermoso, dulce. Me vio sola, y me preguntó:
- ¿Estás sola?
Bajé la cabeza, dolorida.
- Entiendo. Te han abandonado... - (¿cómo pudo entenderme tan pronto? ¿Cómo pudo ser tan bueno, tan generoso...
Desde entonces, vivo con el muchacho y su familia. Poco a poco me voy olvidando de vos. Todos me quieren, y me cuidan.

Lo único... es que no sé cómo explicarles que mi nombre es "Damita", y no "Pepa", como me llaman. Pero eso es lo de menos, ¿no?

viernes, 20 de junio de 2014

1CxD02-061

1CxD02-062 20 de junio de 2014
Antes de la colisión

©Jorge Claudio Morhain

No hubo día más triste para Pequeño Juin que cuando abordaron el vehículo que los alejaría para siempre del planeta. Pequeño Juin había nacido allí, en esa tierra ardiente y algo sulfurosa, donde gigantescos animales pastaban y se comían entre ellos. Como la suya, otras muchas pequeñas colonias intentaban poblar aquel mundo azul tan parecido al suyo propio. Habían sobrevivido a las inundaciones de lava y a las tormentas eléctricas desesperadas que los aislaban de toda comunicación entre las colonias. Luego, al fin, un día había llegado el informe desde su propio planeta. Los estudios habían terminado al fin, luego de analizar miles y miles de registros de las estrellas y cuerpos cercanos a aquel sol amarillo. De haberse tratado de un pequeño aerolito quizás los equipos robóticos podrían haber desviado su trayectoria. Pero aquello que se venía no era un aerolito. Era un planeta enano. El impacto con el mundo sería catastrófico. Es posible que arrancase un trozo del planeta, y quizás la propia materia se uniese a la del cuero que colisionaba para formar un anillo en torno en planeta. O un satélite. Pero en la superficie la cadena de la vida sufriría un golpe mortal. Sólo quedarían los seres esenciales, los que pudieran resistir tamaño impacto, y, con los milenios, todo sería reconstruido. Claro, no sería la última catástrofe. Acaso la mayor. Los colonizadores dejaron monumentos y señales de su presencia, porque algún día volverían. Y además dejaron una marca genética, implantada en algunos animales mamíferos que seguramente sobrevivirían, al menos en forma de huevo. Con el tiempo, podrían reconstruir una especie semejante a la suya: pensante. Cuando la flota partió, casi al unísono, todos pudieron ver al planetoide, en órbita directa de colisión con el tercer planeta del sol amarillo. Pequeño Juin lloró un poco, pero se consoló. Pronto estarían en su planeta de origen. Su superpoblado planeta de origen. Y en el transcurso de su vida, él no sabría que habría pasado en su lugar de nacimiento. Donde, seguramente, nadie sabría que estuvieron allí, que dejaron una semilla. Donde seguramente la señal genética habría progresado, y los habitantes, al fin pensantes, le darían otro nombre a aquel planeta, el tercero de una estrella amarilla. No lo llamarían, como ellos: Tierra.  

jueves, 19 de junio de 2014

1CxD02-061

1CxD02-061
CONVERSACIONES EN EL PISO DE ARRIBA
© Jorge Claudio Morhain

El Señor estaba tomando un mojito debajo de una sombrilla, mientras miraba bañarse en luz a los ángeles, cuando le anunciaron la visita de Satanás.
- ¡Otra vez ese pesado! -, dijo -¿Cuántas veces voy a tener que mandarlo al infierno?
- No blasfeméis, Señor -, advirtió Gabriel, siempre tan modosito.
- ¿Qué húbole, patroncito? – Satanás venía cubierto con un poncho jalapeño y un sombrerote de mariachi.
- Por más que la mona se vista de seda, Saty…, mona queda.
- Bah, usted siempre me descubre las intenciones, jefe. Así no se puede.
- La culpa es tuya. Eras mi ángel predilecto, pero…
- Pero querías a todas las angelitas para vos, ¿eh? – Satanás le guiñó el ojo – Como esas criaturitas que se están bañando.
- ¿Lo disciplino, mi Señor? -, dijo Gabriel, aprontando el sable.
- No, Gaby. ¿Qué andás buscando, Luzbel? Ya sabés que acá no podés quedarte.
- ¡Ni lo pienso! El reino del aburrimiento. ¡Bah! No, jefe, el problema es allá abajo. No abajo del todo, sino en la mitad, en la tierra esa que creaste.
- ¿Qué pasa allá abajo? Mejor dicho… ¿por qué te metés con lo que pasa allá abajo? ¡Dejalos a los muchachos que se diviertan tranquilos! ¡No metas más la cola!
- Bueno… otra vez con la pavada. ¿No hay nada calentito, Gabrielito? Una sangría, un ponche de gusanos, cualquier cosa?
Cuando Gabriel se alejó, no antes de levantar violentamente la cabeza y salir mirando el cielo (bueno, lo que haya más arriba del cielo), Satanás se volvió misterioso.
- Allá abajo no pasa nada, jefe. Está más aburrido que acá arriba. Esos dos troncos se pasan el día pidiéndote perdón. ¡¿Perdón de qué, decime?! ¿Qué pueden haber hecho esos infelices?
- No me importa lo que hayan hecho o lo que no hayan hecho. Lo importante es la culpa. La culpa es la clave para dominar a los demás. Me extraña, araña…
- A veces pienso que tendría que haberme quedado acá arriba. Somos almas gemelas.
- Por las angelitas…
- Ah, cierto… Pero volviendo al tema de estado, ese debilucho de Adán solamente tuvo dos hijos… ¡y varones! No vamos a ir a ningún lado, así…
- Dios proveerá.
- No me jodas.
- ¿Y qué querés? ¿Qué los fuerce? Ellos tienen que expiar su culpa, y hacen el acto con la correspondiente vergüenza, que yo les inculqué. Imaginate, si no les metía la culpa habrían llenado el mundo de debajo de gente inútil.
- Algún día va a pasar.
- Cruz diablo.
- Lo de diablo lo entiendo. Pero “cruz”, ¿qué onda?
- Ya lo vas a entender. Tiempo al tiempo.
- En fin, patrón. Mandate otra mujer, o un par, así los muchachos de abajo se desahogan y nosotros tenemos más en qué entretenernos... (echó una mirada a la pileta de luz y siguió:) bueno, entretenernos de otra forma…
- No. Chau.
- ¡Pero che! ¡No sabés lo que es la abstinencia! ¡Esos pibes se van a matar entre ellos…!
- No voy a hacer otra mujer. Última palabra.
- ¿Pero vos no habías hecho otra mujer antes? Que anduvo un tiempo con Adán y que después se rajó del Paraíso porque Adán… Bueno, ya te dije lo de la culpa…
- ¡Gabriel, sacame a este tipo!
- ¡Pero che, uno quiere contribuir…!
- ¡Fuera!
Gabriel revoleó la espada, y arreó a Satanás nubes abajo. Pero cuando estuvieron a unas cuantas cumulus nimbus de distancia, la envainó y aflojó el cartón.
- ¡El Señor no soporta que le hables de Lilith, Satanás! Justo metiste el dedo en la llaga…
- ¡Ah, entonces era cierto!
- Claro. Pobre piba. Tuvo que escaparse, no sabés.
- ¿Escaparse del paraíso? ¿Por aburrido?
- Bueno, no… Es que… le gustaban los ángeles, y el pobre Adán… en fin…
- Mirá vos. Y yo que creía que vos…
- Chau.
- Me voy, Gaby, pero quiero pedirte un favor…
- A vos, ni loco. Me gusta este lugar.
- Bueno, es que ahora que se una cosa que al jefe lo puede enojar mucho y que no vas a querer que lo sepa… ¿no?
- ¡Pero mirá que sos un demonio, Satanás!
- ¿Dónde la encuentro? A Lilith…
Gabriel suspiró, y tiró el dato. Satanás lo palmeó y se cayeron un montón de plumas plateadas.
- Y ya que estamos, prestame la espada. Al pibe Caín le gustan las armas no sabés cómo. Creo que se va a dedicar a fabricarlas.
Gabriel bajó la cabeza, cabeceando. La amenaza de buchonear era grave: el Señor tenía pocas pulgas. Mejor dicho, no tenía ninguna: Gabriel  ya había sacado a más de uno del Paraíso. Desenvainó la espada flamígera, le apagó las llamas y se la dio al demonio. 
- ¡Ah, qué hermosura!, dijo Satanás.
- Che… - musitó Gabriel.
- Dale mis saludos a Lilith, ¿querés?
- ¡Seguro! ¡Vas a ver qué pinturita de raza humana vamos a armar!
Satanás se tiró de cabeza. Se estaba enfriando demasiado, allá arriba.



miércoles, 18 de junio de 2014

1CxD02-060



1CxD02-060 18 de junio de 2014
LOS FAMOSOS POROTOS DE JACINTO
© Jorge Claudio Morhain

Trabajosamente, Jacinto sembró los porotos, los regó, los protegió del frío, de la demasiada humedad, del sol directo, de la sombra profunda, de los pájaros y las hormigas. El día en que, por sobre la tierra negra y lustrosa aparecieron dos hojitas y un tallo, Jacinto se emborrachó con cinco botellas de gaseosa caliente: la ocasión lo ameritaba.
Le había costado años y años conseguir aquellas semillas: todos decían que ya no existían, o que nunca habían existido,  que era un engaño o un cuento de hadas. Incluso alguno le vendió semillas falsas, que dieron rechonchos porotos en su vaina verde, pero nada más. Había sido en los tenebrosos rincones entre las carpas gastadas de un Parque de Diversiones ambulante donde el viejo viejísimo vestido como un faquir, pero con un reloj de oro y brillantes en la muñeca, le entregó las semillas. Y, a pesar de que Jacinto venía ahorrando hacía los mismos años que buscando, no le cobró nada. Es decir, le cobró una promesa: tenía que traerle tres pelos de la barba del ogro.
Con todo el amor del mundo, Jacinto acompañó el crecimiento de los porotos. El tembloroso tallito verde se fue robusteciendo, creciendo ensanchándose. Pronto se apoderó de la casa de Jacinto, que tuvo que traer un tráiler pava vivir junto a la planta de porotos, que crecía más que los árboles del bosque cercano.
Cuando ya no pudo observar su extremo a simple vista, Jacinto comprendió que había llegado la hora. 
Preparó su equipo de montañismo: zapatos claveteados, cuerdas, arneses, mosquetones, casco.
Y empezó a trepar. Mucha falta no le hizo tanto equipo, porque el superporoto tenía los tallos alternados, a corta distancia uno de otro, así que era muy fácil ir subiendo por ellos.
Jacinto subió. Subió. Subió. Tuvo que acampar en una enorme hoja, a comer algo y pasar la noche. Tuvo que protegerse del viento y de la lluvia, ponerse protector solar y manteca de cacao en los labios. 
Una tardecita, avistó una puerta, en una plataforma hecha de hojas trenzadas. Hizo un esfuerzo más, y llegó hasta ella, antes que se hiciera de noche.
La puerta estaba cerrada, y una cadena tamaño barco colgaba de un aldabón dorado, entre las nubes. Jacinto se colgó de la cadena, y la palanca osciló, allá arriba, hasta que golpeó la campana que sonó a trueno. Toda la plataforma tembló y cayeron algunas gotas de lluvia, y Jacinto temió que todo se viniera abajo. 
Pero no. Se abrió una ventanita minúscula, casi al pie de la puerta. Tanto, que Jacinto tuvo que agacharse para hablar con el gordito barbudo que asomaba la cabeza. 
- ¿Jack? -, dijo el de adentro.
- Buenas… Me llamo Jacinto, y quiero entrar, señor.
- ¿Jacinto…? -, contestó el otro, y lo miró de arriba abajo, sacando la cabeza pelada por el ventanuco. - ¿Está armado?
- ¿A-armado? N-no, claro que no. Vengo… hum… en son de paz – la verdad que la pregunta había desconcertado a Jacinto.
La puerta gigante chilló como en las películas de miedo, y se abrió un cachito, tanto como para que pasara Jacinto.

Cuando volvió de la planta de porotos gigante, con un frasquito de monedas y otro frasquito con tres pelos, lo estaba esperando el viejo arrugado del Parque de Diversiones. 
Apenas Jacinto puso un pie en el suelo, la planta de porotos empezó a marchitarse, a ponerse roja, luego ocre, luego amarilla, luego gris. Y a achicarse, achicarse, achicarse.
El viejo recibió tembloroso el frasquito de tres pelos del ogro, que era el pago por las semillas. 
- ¿Cómo están las cosas allá arriba? –preguntó.
- Bien -, dijo Jacinto. – El ogro sigue comiendo chicos que suben por la planta, y sigue teniendo la gallina que en lugar de huevos pone monedas de oro (y mostró el otro frasco con monedas) Duerme la siesta con un sueño muy pesado y uno puede sacarle todos los pelos que quiera y robarle las moneas que prefiera y después volverse.
- Ajá. –respondió el otro. – Ahora cuénteme la verdad, no lo que le dijo el ogro que me diga.
- Bueno… Me contó que había dos ogros, uno bueno y otro malo. Que él era el bueno, y que el malo había sobornado a un tal Jack para acompañarlo a la superficie de la tierra y aterrorizar al mundo. Pero que había perdido la barba por el camino, y con eso la fuerza y el tamaño. Allá arriba todo ha cambiado, y el ogro bueno vive del turismo.
El viejo había sacado los tres pelos y los había pegado a su cara con un poquito de cinta transparente, y sonreía, sonreía.
- También me dijo -, siguió Jacinto, - que si el ogro malo conseguía tres pelos de su barba recuperaría su poder y su tamaño monstruoso y dominaría al mundo. Que hacía siglos que trataba de embaucar a los muchachos para que subieran por el poroto, pero que yo era el primero que había llegado.
El viejo, muy abiertos los ojos, que se iban haciendo redondos, empezó a cacarear.
- Así que, de común acuerdo -, siguió Jacinto, - decidimos sacarle tres pelos a la gallina de los huevos de oro. Porque en la cabeza tiene algunos pelo, que  todavía no son plumas. Así que…
Pero el otro ya no lo escuchaba. Había salido entre corriendo y volando, a buscar un corral donde poner huevos, convertido en gallina.
Y bueno, todos los cuentos se acaban, y este también.

martes, 17 de junio de 2014

1CxD02-059



1CxD02-059 17 de junio de 2014
La culpa es de Andersen
© Jorge Claudio Morhain

El soldadito de plomo recorrió el estómago, iluminado levemente por la fosforescencia de unas algas en proceso de digestión. Últimamente, había decidido usar el fusil como muleta, porque eso de andar saltando con una pierna ya no iba con  él. Se había hecho un refugio en un divertículo que parecía una caverna, y allí miraba una y otra vez la foto de la princesa del castillo en su celular. Obvio es decir que allí abajo, en el vientre de la ballena, el aparato no tenía señal. La princesa era muy hermosa, y estaba bailando en un enorme castillo de plástico. Era rubia de largos cabellos, tenía una cintura muy fina y piernas delgadísimas. El soldadito había oído que la llamaban “Barbie”. 
Allí iba, paso a paso con su fusil-bastón, y una mojarra enorme (para él) bajo el brazo, cuando vio la luz. No la luz fosforescente de las algas, sino una luz potente y precisa, como las luces del mundo exterior.
Lentamente, se acercó y, apoyándose en una arruga del estómago, dio la voz de alto: ¡¿Quién vive?!
Junto a un pequeño farol a pilas, calentaban sus manos un viejito barbudo y un robot articulado del tamaño de un niño. 
- Buenas tardes, señor soldado -, dijo el robot, muy educado. –Permítame presentarme. Mi nombre es PIN-8 y el señor es mi constructor, el hábil ingeniero García Peto, al que todos conocen como G. Peto. Nos encontrábamos a bordo de una frágil balsa cuando la ballena nos ha tragado.
- Lo mismo que a mí. Aquí adentro hay una multitud de objetos, botellas de plástico, y hasta un automóvil. Esta ballena se traga cualquier cosa... -, dijo el soldadito.
- Hum… si hay un auto debe tener algo de nafta. Podríamos armar un fueguito.
- ¿Fueguito acá adentro? La ballena se va a volver loca y nos va a…
- A escupir. ¿Te das cuenta? -, dijo PIN-8, con voz monótona porque G. Peto no le había puesto expresiones ni sentimientos.
El soldadito de plomo, PIN-8 y G. Peto buscaron el vehículo entre los pliegues de la panza de la ballena, y trataron de encender la nafta. Pero no había caso. Nadie tenía fósforos.
Mientras tanto, un pesquero japonés que, a pesar de la prohibición internacional, seguía capturando ballenas, mató a la gran bestia, y la subió a bordo para utilizar sus pedazos. Una enorme máquina sacó el estómago y, así como estaba, lo despachó al País de los Cuentos, donde justamente necesitaban panza de ballena para hacer relatos asombrosos.
Y resultó que el poderoso industrial del País de los cuentos que trabajaba con estómagos de ballenas gigantes tenía en su escritorio el castillo al que se asomaba la Barbie bailarina de la que estaba enamorado el soldadito rengo.
El poderoso industrial del País de los Cuentos recibió en su factoría el estómago de la gran bestia, y, al abrirlo, se encontró con una colección increíble de objetos, que procedió a seleccionar para darles mejor uso. El ingeniero G. Peto comenzó a trabajar en el área de robótica, y así, recorriendo la factoría, pasó lo que tenía que pasar.
La princesa bailarina conoció al pequeño robot PIN-8, y se enamoró de él. 
Nada más, porque Ni PIN-8 tenía sentimientos, ni la Barbie del castillo podía salir de su palacio.
Al soldadito de plomo lo soldaron en el extremo del capot de un auto de lujo, y ahora recorre el mundo, soñando con su amor imposible.