sábado, 14 de febrero de 2009

Para los que ya leyeron todo, un nuevo cuento. Este lo hice el día 20 de enero de 2006, número 5 del proyecto 1Cxd (Un Cuento por Día) y en el catálogo general es el N° 543. Género: policial.

El Zurdo del Andén
por Jorge Claudio Morhain


Hacía calor. Un calor pegajoso y viscoso. Y en la comisaría hacía más calor que en ningún lado.
Siempre hacía calor, aún en pleno invierno, cuando teníamos algún caso evidente entre las manos y había una sospecha de que nos dejábamos estar.
Eso es lo que pasaba con el Zurdo del Andén. No sé si usted lo conoce, porque creo que ese nombre nunca trascendió al periodismo, o sea, nunca llegó a usted. Era un nombre interno, que no nos convenía que se divulgase: nadie debía saber que el cuello de las víctimas denunciaba que habían sido estrangulados con la mano izquierda.
Y ahí estaba yo, de consigna en lo peor de la tarde de calor, esperando el próximo crimen del Zurdo.
Fue entonces que el Zurdo del Andén (los primeros dos casos habían sido en un andén de Acasusso; los otros no, pero no importaba) cayó de un modo estúpido. Encontraron a un ciruja revolviendo el lugar del último hecho. Un ciruja, rotoso, mugriento. El cana de consigna casi lo saca carpiendo de una patada. Diga que pasaban unas viejas (en realidad iban especialmente, a ver el lugar donde encontraron a la última chiquita, para escandalizarse y decir que pasaron por casualidad) y tuvo que comportarse. Así que lo agarró del hombro, y cuando lo levantaba del suelo vio que en su mano tenía un cuchillo. El hombre lo tiró al piso y –recordando ¡al fin! su entrenamiento – le aplicó una llave que lo inmovilizó. De inmediato pidió ayuda por el handy. Las viejas, orgullosas espectadoras, estaban llamando a la televisión.
Conclusiones: 1) el cuchillito que tenía en la mano había estado enterrado junto al pocito donde había intentado ocultar el cadáver de la chiquilla; 2) el tipo era zurdo.
Así que con aire de triunfo y frescura de lo resuelto lo metieron en la comisaría.
Lo malo es que fue entonces cuando sonó mi celular.
La que estaba al otro lado era mi mujer, histérica, envuelta en llanto. Que la nena, mi nena, no había vuelto de la escuela, que vos sabés que cruza el andén de Acasusso, que la nena está muy linda, que fijate que las chicas que agarra el loco ese que andás persiguiendo... Ella me hace héroe, siempre. Piensa que “yo” estoy persiguiendo. Yo, que sólo soy un suboficial de cuarta.
– Calmate – le dije. – Ya lo agarramos.
Silencio en la línea.
– Pero... la nena no vuelve. ¿Cuándo lo agarraron?
– Recién. Hará quince minutos...
Nueva sesión de llanto.
– ¡La nena... la nena debió volver a casa hace dos horas!
Colgó.
La nena... debió volver hace dos horas...
El ciruja estaba en la oficina del jefe.
– ¿Qué pasa? –, me dijo el jefe, cuando entré hecho un nudo.
– Mi nena. Debió llegar a casa hace dos horas. Y tiene que pasar por el andén de Acasusso.
– A la mierda...
– ¿Qué le hiciste, hijo de puta? ¡¿Qué le hiciste?! –me descontrolé, qué quieren que le haga. Entre el Jefe y su ayudante tuvieron que separarme del ciruja, tuvieron que abrirme las manos que achicaban su cogote.
– ¡Calmate, carajo! ¡Así no vamos a conseguir nada! –dijo el Jefe.
El ciruja, el Manco del Andén, se rió por lo bajo, oblicuo, cagándose de risa de nosotros.
– ¡Se caga de risa de nosotros, Jefe! ¡Déjeme que lo mato!
– ¡Basta! ¡¡Basta!!
El Jefe se arrimó despacito al ciruja. Le dijo muy suavecito, como si fueran viejos amigos:
– ¿La mataste?
Rugí. El segundo me hizo una seña, y me choqué contra la pared de mi autocontrol.
El ciruja soltó la risita.
El Jefe le arrancó un diente de la piña. Le arrancó un diente, de veras, limpito.
Así y todo, con la boca llena de sangre, el ciruja volvió a reírse.
– ¿Cuándo viene el juez?
– Y, a la fecha que estamos, recién vuelve de la feria, calculo que no menos de cuatro horas, Jefe. ¿Lo paso?
– ¿Querés que te pasemos? ¿O preferís contarnos que pasó con la nena del sub? ¿O preferís decirnos si la tenés encerrada, si la tocaste, o si la...
– Está viva – dijo tan despacio que sólo más tarde me di cuenta que lo había dicho.
– ¡¿Qué?! –gritó el Jefe.
– Está viva –, dijo, y se rió, y se rió, y se rió, imparable, bajito, imparable.
El Jefe hizo un tornillo en su sien.
– Doble contra sencillo al inimputable.
– Se va a negar a decir nada, Jefe. Se hace el loco.
El Jefe resopló, como si le hubiera vuelto el asma.
– Mirá, sub –, me dijo. – Tenés cuatro horas, ni una más ni una menos. Llevateló. Por atrás. Que nadie se entere. Y que tengas suerte.
– Gracias, Jefe –dije.

Juro que esa risita me quedó pegada en el alma, y que me va a costar la vida sacármela.
Me costó una úlcera detenerme a tiempo, no matarlo, no retorcerlo como sospechaba que habría retorcido a mi niña.
Pero al final habló. Dejó de reírse.
– Está viva.
– Eso lo dijiste mil veces, hijo de puta. ¿Dónde está viva? ¿Dónde la tenés?
– Llevame.
Conduje en silencio, hasta la estación Acasusso. Sí, el tipo era el Manco del Andén. Del andén de Acasusso. Caminamos. No sabía que había tantas casas cerradas, ni tantos rincones sucios.
Finalmente, frente a lo que había sido una pizzería, mal cerrada ahora con unas tablas, el ciruja, el ciruja volvió a reírse.
– ¡Basta de risa, mierda! ¡Basta! ¿De qué mierda te reís, boludo? ¡Entremos! ¡Vos adelante!
– No.
– ¿Cómo que no, carajo? –intenté empujarlo. Se movía con dificultad, por las esposas.
– No. Hay un amigo, ahí adentro. Y seguro está armado.
– Ajá. Así que tenés un cómplice. Mejor. Si no te puedo liquidar a vos me voy a dar el gusto con él. ¡Seguime!
Avancé por el hueco de unas tablas, con la reglamentaria en alto. Sentí como un crujido, y vi una luz muy grande, y luego nada.

¿Qué horas serían...? Por la luz, habían pasado una punta... Yo estaba en el suelo, entre una mugre de harina vieja, queso pegoteado y cucarachas. Y había una vocecita, cerca. Achiqué los ojos.
Era mi nena. Mi hija.
– ¿Estás bien?
– ¿Yo? ¡Claro! ¡Menos mal que el señor vino a avisarme, a la casa de mi amiga Julieta, que estabas acá. ¡Estabas durmiendo...! ¿Por qué estás acá, papi?
– ¿O sea que vos estabas en lo de tu amiga Clarita? ¿Y por qué no le avisaste a mami?
– Porque estamos preparando el regalo sorpresa para el día de la madre. ¿Por qué estás acá, papi?
– Y un señor te dijo que yo estaba acá, y te viniste a buscarme, sola. ¿Cómo era el señor?
– Ay, papi, es cerca. El señor... era bajito, pelo largo, ropa muy sucia. Parecía un poco lastimado, y se reía, se reía...
Se reía. El hijo de puta se reía.
– Papi... ¿por qué tenés puestas tus esposas enganchadas a ese caño?




(Que lo disfruten y comenten)

jueves, 5 de febrero de 2009

GUIÓN PARA HISTORIETA

Este guioncito extraño salió directamente de unsueño. Un sueño dibujado al estilo Moebius, hay que decir.

La Machine du Temp

Guión de Jorge Claudio Morhain


1-
(El hombrecito, pelado, con guardapolvos, está subido a una escalera de caracol que termina en el techo de ámbito amplio, cerrando una escotilla. Por la escotilla puede entrar el sol. La sala está llena de máquinas al estilo retrofuturista, y encima hay un gran cartel con el título de la historia)

2.-
(El hombrecito baja una palanca o aprieta un botón en la máquina)

3.-
(Exterior, pero sin escenario. Una mujer habla a cámara, mientras cae un par de copos de nieve)
(Mujer)
Non, m’sieur, non...

4.-
(Exterior: se suma una o dos personas más, mientras la nieve cae copiosamente tapando las figuras y los textos)
(Mujer)
S’il vous plait, m’sieur, non.

5.-
(Idem, cada vez más nieve. Aplasta a la gente, como si pesara muchísimo)
(Mujer)
Arrète vous, je demande. Arrète…

6.-
(La nieve ha tapado a la gente y sigue cayendo, algún miembro aplastado)

7.-
(Cuadro grande. El hombrecito ha salido al exterior por la claraboya –se ve luz rojiza abajo– y limpia un cartelito de hierro en el extremo de una aguja sobre el techo. El paisaje está totalmente cubierto por la nieve)

8.-
(Gran detalle del cartelito que limpia el hombrecito. Dice FIN)

lunes, 2 de febrero de 2009

CUENTOS
Proyecto 1CxD

Cuento 1CxD 3, N° 542, escrito el 19 de enero de 2006
Cynitia y Barro

Barro.
Si es que se le podía llamar barro a aquello que cubría los pisos de los palacios entrevistos, los suelos de las montañas semejadas, los terrenos de los llanos inacabables, la superficie de las selvas sospechadas. Ni siquiera el ayudante de movilidad del traje, que compensaba las diferencias de gravedad y de irregularidades superficiales de marcha (como decía el manual) era capaz de suspender el cansancio que provocaba mover los pies por la masa a veces gelatinosa como semen humano, a veces pastosa como mierda de vaca, a veces aterronada como escorias ardientes de mina, a veces suelta y pegajosa como turba.
Y las continuas difracciones que provocaba la especial conformación de la atmósfera impedían saber si ahora estabas en el palacio, en la selva o en un mugroso burdel para cucarachas.
De vez en cuando, el geodetector parecía irritarse por algo, y pegaba unos aullidos espantosos. Creía haber encontrado a Cynitia. Pero terminé por no hacerme muchas esperanzas: había un metal, o una flor, o una esponja en aquel barro que hacía sonar el geodetector con la llamada de Cynitia. Encima eso.
Cynitia era mi compañera de viaje en aquel periplo extraño dictado por el azar. Hacía ya varios cuadrantes que se había decidido la exploración al azar. Según las leyes de Bonev, era más productivo que elaborar una programación que, de hecho, resultaba infinita, borgeana.
Así que se enviaban estas “pequeñas” naves con dos tripulantes: una pareja, siempre, porque si algo podía combatir el tedio del espacio era, sin duda, el sexo. Y en cuanto a pequeña, la nave era, a escala humana, gigantesca. Y bastante divertida, con sus emulaciones terrícolas. Pero todo esto no viene sino a evitar pensar en el barro, y si evito pensar en el barro evito pensar en Cynitia. Y eso, eso es imposible.
¡Cynitia!
Cynitia está aquí. La siento. La siento yo, aunque el geodetector se ha apagado. ¿Cómo mierda puede apagarse este aparato? ¡Es imposible! Pero ahí está, un pedazo de hierro mudo.
¿Pero qué importa? ¡Cynitia está aquí! Y el barro comienza a deslizarse, como la colcha de una cama cuando ya no hace frío, como el chocolate en la mesada de mármol, como la grasa ante el detergente.
Sin embargo, menos barro no significa más claridad. Las difracciones eran un poco más irisadas, un poco más rojizas. Pero uno seguía sin saber si estaba en un limbo, en una nube, o en el fondo de un pozo.
El perfume, el vaho pesado que rodeaba a Cynitia, especialmente cuando venía para el sexo, cuando sus feromonas brotaban ardientes. Cynitia estaba aquí. Y caliente. ¿Pero dónde?
Cynitia...
Algo se materializó, a mi derecha, aunque iba y venía. Parecía una construcción. Viva. O una cámara. ¡Una cámara léptica!
Giré lentamente rogando que no se desvaneciese en una difracción. Pero no. Estaba allí.
Y Cynitia en su interior.
“Vámonos”, le dije.
Y ella sonrió. Inclinando ligeramente la cabeza, mirándome desde la parte superior de sus ojos oscuros. Abrió los brazos, y la fina silistria de los campos de Marnia se deslizó de su piel. Como la colcha de una cama cuando ya no hace frío, como el chocolate en la mesada de mármol, como la miel sobre la plancha caliente.
Ah, hicimos el amor. La puta si hicimos el amor.
Lo malo es que la “pequeña” nave que orbitaba nuestras cabezas lo estaba registrando todo.
Y esa es la consecuencia de que hoy ese mundo ignoto, al que los Jefes tuvieron la deferencia de bautizar Cynitia en honor de mi amada compañera de viaje, sea hoy en día el burdel más fabuloso de la galaxia, el único lugar del espacio donde el amor es tan terriblemente intenso, el goce tan pleno, la emoción tan gigante.
Esa es a consecuencia de los millones de cámaras sépticas siempre ocupadas en la superficie dicroica, y las naves flotando en órbita, y nuestro nuevo destino, al que nos negamos, y nuestro despido de la fuerza exploratoria, y de nuestro pequeño negocio en el planeta Cynitia.
Porque, tanto ella como yo, tenemos una seguridad absoluta, que, claro, nadie quiere compartir porque cuando ese “alguien” baja al barro de la superficie las ganas y la seguridad de descargar su libido es tan grande que todo se olvida.
Cynitia y yo estamos seguros de que ese ardor sexual no es “consecuencia de la conjunción de difracciones con modificaciones atmosféricas y gravitacionales”, como dicen los folletos. Simplemente, “alguien” nos incita. “Alguien nos empuja a ese amor, loco amor desenfrenado.
¿Cómo para qué?
En la Tierra se los conoce como voyeurs...
PERIODISMO


Trabajé en Caras y Caretas, tercera etapa, en 1982. Un placer, puro. Miren qué staff:


Tanscribo: EDITOR: Rubén René Macchi
DIRECTOR: Carlos Alberto Descalzi
JEFE DE REDACCIÓN: Ricardo Hugo Propato
COLABORADORES: Roberto Cossa – Fermín Chávez – Bernardo Kordon – Geno Díaz – Miguel Grinberg – Miguel Gila – Ricardo Talesnik – Bourse Herrera – José María Jaunarena – Carlos Somigliana – Helvio Botana – Fasulo – Any Ventura – Alfredo Andrés – Eduardo Paredes – José Massaroli – Rep – Peni – Pablo Hernández – J. M. Heredia – Noemí Casset – Braxator – Canelo – María A. Guzmán – Roberto Mero – Lidia Lafón – Luis Ordóñez – Hildebrando – Huadi – Rody – Fadez – José Abramovich – Gambiny – Mercado – Meyer – Jorge Sergio – Carlos Albiac – Jorge Morhain – Eugenio Mandrini – Magallanes – Roberto Broullón – Mercedes Basco – Torre – Meiji – Escobar – Luis Frontera – Gaspar – Fasola – Martínez – Copi – Juan Sasturain – Gioia Fiorentino – Pablo Sirven – Alejandro Tarruela – Gebi Scheller – Amílcar Romero – Jorge R. Ainchil.



Codearse, tomar café, vino, pasar las horas con esta gente lo pulían a uno que reíte de un tallador de diamantes.



En el segundo número (2188 de la numeración correlativa) tuve mi propia tapa. La tapa, yluego el artículo:








































Existen muchas formas de orden, gobierno o sistema. Cada una con su nombre y definición.
El sistema de tortura que nos en­vuelve en papeles y nos rompe la pa­ciencia, por ejemplo, se llama BUROCRACIA. El sistema que separa a los hombres en dignos e indignos, en aptos e ineptos, se llama ARISTOCRACIA. El sistema donde gobiernan aquellos que más tienen, donde mandan los ricos, se llama PLUTOCRACIA. Cuando es uno solo quien gobierna con la suma de los poderes, es la AUTOCRACIA. Cuando los que gobiernan son muchos, todo un país, a través de políticos que les dicen lo que deben hacer, eligiendo representantes que casi siempre son ricos y se creen los más aptos, los que gobiernan a través de infinitos papeles y al fin y al cabo hacen la voluntad de uno... en fin, algo así es el más perfecto de los imperfectos sistemas de gobierno: la DEMOCRACIA.
Todo viene porque la palabra griega "krateia" quiere decir gobierno, y así es un tractor al que uno le puede agregar otra raíz y forma un sistema de gobierno, orden o control, bastante novedoso.
¿Qué pasa, por ejemplo, cuando los ciudadanos de un país no eligen a los que gobiernan, pero deben obedecer lo que esos gobernantes hacen? Cuando deben mudarse porque son desalojados para hacer obras que no pidieron ni aprobaron. Cuando son despedidos a raíz de decisiones económicas que no convalidaron. Cuando son conducidos a estudios que no desean porque se cierran aquellos que sí desean. Cuando deben pagar por servicios que siempre fueron gratuitos. Cuando deben soportar servicios obsoletos, pagar por ellos, recibir multas injustas y pagarlas, recibir impuestos sobrevaluados, y pagarlos, viajar en transportes pésimos, pagarlos caros y además pagar su déficit, recibir oleadas de bosta por los canales oficiales de televisión, ver películas cortadas, no poder actuar en el país porque sus ideas son distintas, no tener la más remota idea del futuro que le espera a su propia patria, no saber siquiera con qué se va a comer mañana...

Esa violencia cotidiana, ese estado de cosas lamentablemente común durante muchos años de historia argentina se llama PREPOTENCIA. Y el único nombre que merece el sistema de gobierno que hace de la prepotencia su modus operandi es, ni más ni menos, que PREPOCRACIA.
Argentinos: recemos para que desde las Malvinas haya partido el Exocet que haga impacto final, mortífero, en la cruel Prepocracia en la que veníamos viviendo. Amén.